“El peregrinaje a La Meca simboliza el viaje del alma desde la dispersión del mundo hacia la unidad con lo divino”
Entre las múltiples sendas que la humanidad ha recorrido en su búsqueda de lo divino, pocas han quedado tan firmemente inscritas en la conciencia colectiva como la peregrinación a La Meca, ciudad sagrada del Islam. Este viaje, uno de los cinco pilares fundamentales de dicha fe, no es solamente un desplazamiento físico, sino una profunda alegoría de transformación espiritual que resuena poderosamente con los principios de la Francmasonería.
La Meca —antigua ciudad de comerciantes, oasis en el vasto desierto arábigo— fue ya en tiempos preislámicos un centro de culto, custodiada por tribus que veneraban múltiples deidades. En su corazón se alzaba la Kaaba, una estructura cúbica que, según la tradición, fue edificada por Abraham e Ismael como templo del Dios único. En su esquina oriental se encuentra la Piedra Negra (al-Ḥaǧar al-Aswad), cuyo simbolismo trasciende la mera materia.
Según diversas fuentes, esta piedra descendió del Paraíso y era originalmente de un blanco resplandeciente, pero se volvió negra por los pecados de la humanidad. Este relato, lejos de ser comprendido literalmente, ofrece al masón una imagen poderosamente simbólica: la piedra blanca, símbolo de la pureza original del alma, que se ennegrece por la acción del error, de la ignorancia, de la caída del hombre.
Esta piedra sagrada, que los peregrinos besan o señalan durante su rito, no es en sí misma objeto de adoración, sino signo de una alianza, de una memoria primordial. En ella se proyecta el deseo humano de redención, de retorno al estado original, a la luz que alguna vez fuimos. Y ese es también el viaje del masón: pasar de la oscuridad a la luz, de la piedra bruta a la cúbica, del mundo profano al templo interior.
La peregrinación a La Meca —el Hajj— es una marcha de multitudes, pero también una travesía individual. El iniciado masón reconocerá en este acto la esencia del viaje iniciático: despojarse de lo superficial, vestir el ihram (ropaje blanco que iguala a todos los hombres), y caminar hacia un centro sagrado que no es otro que el propio corazón, la morada del Gran Arquitecto del Universo.
La forma cúbica de la Kaaba, perfectamente alineada con los puntos cardinales, nos recuerda a la piedra cúbica de la Masonería, símbolo del hombre perfeccionado. Y la rotación de los peregrinos alrededor de ella, en movimiento constante y armónico, remite a la danza de los astros, al orden cósmico, a la ley de la unidad en la diversidad.
Así como el masón entra en la logia desde el occidente en busca de la luz que emana del oriente, el peregrino se dirige a La Meca desde todos los rincones del mundo. Ambos caminan, en silencio o en oración, guiados por una certeza interior: que el verdadero templo no está hecho de piedra, sino de verdad, virtud y propósito.
Que la Piedra Negra, ennegrecida por la carga del mundo, nos recuerde que el alma, aunque marcada, puede ser redimida. Que la peregrinación no sea solo hacia el exterior, sino también hacia el santuario secreto que todo verdadero iniciado debe descubrir: el de la conciencia iluminada, el de la sabiduría silenciosa, el de la unidad con lo eterno.
Así lo enseñan los antiguos misterios. Así lo comprende el masón que busca no solo saber, sino ser.







